Leí profusamente a Stephen King
en mis últimos años de instituto, y sería injusto no reconocer que la lectura
de sus obras influyó en mi interés por escribir cuentos fantásticos. Pero otros
escritores ya se le habían adelantado con bastantes años de diferencia, entre
ellos mis admirados H.G. Wells y Arthur Conan Doyle, y nuevos autores llegaron
a la vez o poco después que él y acabaron relevándole y relegándole a un puesto
menor en mi biblioteca: al final de mi adolescencia yo ya me había convertido
en un devoto de la literatura gótica y romántica y tenía claro que aquellos
escritos de antaño mucho más pulcros y elegantes me cautivaban más que los del
escritor de Maine, así que, paulatinamente, fui perdiendo interés por King,
hasta el punto de que, durante los años 90, sólo leí de él El misterio de Salem´s Lot, y en lo que va de este siglo XXI sólo
he abordado dos novelas suyas: La zona
muerta en 2018 y El cuerpo
(integrado en el libro Las cuatro
estaciones II) hace unos días. Eran dos textos que había ido posponiendo
desde los 80 y que me apetecía leer especialmente porque sus adaptaciones al
cine me gustaron mucho.
Zanjo pues esta deuda que tenía
pendiente con Stephen King y su obra, y la verdad es que me parece improbable que
vuelva a leer algo más de él, pues desde hace muchos años desconfío de la palabra «bestseller» y tampoco
acaban de llamarme los trabajos de las últimas décadas de este escritor (ni
siquiera sus adaptaciones a pequeña o gran pantalla). Supongo que «nunca» es
una palabra demasiado truculenta y fatal, así que tampoco cerremos las
opciones. Reitero, no obstante, la importancia que King tuvo en mi biblioteca
al menos en una época de mi vida, desde aquel día que descubrí y compré en un
puesto del mercado Cementerio de animales.
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