Extractos de Los muertos te acosarán hasta el fin (Praderas malditas). Todos los textos son (C) Luis E. Hernández Agüe, 2021. Se prohíbe la reproducción o difusión en cualquier medio sin la autorización expresa y por escrito del autor.
Extracto del capítulo 3
El crepúsculo recibió a la forastera cuando se aproximaba a la remota y destartalada cabaña. El atardecer se alargaba inusualmente en aquellos parajes, proyectando las extensas sombras de los picos y árboles que acariciaba el moribundo sol.
La muchacha llegó hasta la puerta de entrada sin
cautela ni precaución y la empujó. A pocos pasos de ella, sentado tras una
pequeña mesa sobre la que se podían ver los restos de una cena y una botella de
whisky, un hombre corpulento le apuntaba con su revólver. Debía tener unos
sesenta años, aunque se le veía incluso demasiado demacrado para su edad. Su
largo y desaliñado cabello y su espesa barba eran grises, y esta última casi
conseguía ocultar las marcas que la visitante buscaba, pero parte de los
arañazos que delataban que aquel sujeto era su objetivo se distinguían en la
mitad superior de su mejilla izquierda, debajo del párpado.
—¿Me estabas esperando? —preguntó ella, adentrándose
sin titubear en el interior del maloliente habitáculo.
—Hace mucho tiempo que barrunto la muerte. Me visita
en mis sueños. Siento que mi fin se acerca.
—No te equivocas —sentenció la intrusa.
—Pero yo esperaba que apareciera alguna vieja calavera
con guadaña, y no una salvaje.
—No soy tan salvaje —se burló ella—. Mis padres
adoptivos me bautizaron, aunque nunca consiguieron convencerme para que
profesara su fe. Hasta he ido a la escuela…
—Deja todas esas armas y no hagas ninguna tontería.
La mestiza obedeció sin rechistar, depositando sus
revólveres, su rifle, y su tomahawk en el suelo sin dejar en
ningún momento de mirar a su forzoso anfitrión, y con una parsimonia que a este
se le hizo desesperante. Después acercó una silla y se sentó frente a él,
cruzando una pierna sobre la rodilla de la otra y apoyando su brazo derecho
sobre el respaldo de su asiento. Tras ello, echó una larga mirada al hombre que
tenía enfrente.
—Me llamo Shaanahayei —se presentó—. En apache
significa «Aquella a la que acompaña…»
—¡No me importa cómo te llames ni quiero oír tu odiosa
lengua en mi casa! ¡Para mí eres solo una india! —le interrumpió el hombre.
—De acuerdo —le respondió ella sin, en apariencia,
sentirse ofendida en lo más mínimo—. Me habían dicho que eras un individuo
huraño y antipático, Joshua McBorlough. Veo que la información no era
incorrecta.
—¿Qué eres? —inquirió él—. ¿Una cazarrecompensas?
¿Quién te envía?
Shaanahayei modificó su postura, volviendo a poner el
pie que tenía levantado en el suelo y adelantándose para apoyar los codos sobre
las rodillas. Esta vez su semblante jocoso pareció endurecerse, y su mirada se
tornó notablemente sombría.
—¿Quién me envía? —repitió—. Deberías de saberlo bien.
¿Ya no recuerdas el juramento de mi madre?
—No sé quién es tu madre. No conozco a ninguna maldita india —replicó Joshua con desprecio.
—Oh, pero en otro tiempo te relacionaste con muchas de
ellas. No te importaba el color de su piel a la hora de violarlas… Para eso te
servían igual que si fueran una mujer blanca.
—Para eso y poco más —respondió Joshua con desdén y
adelantando el arma hacia su visitante—. Las usaba y me deshacía de ellas. No
creo que quede ninguna viva para reprocharme nada.
—Bueno… En cierto modo... Podríamos decir que mi madre
sigue viva en mí.
Extracto del capítulo 4
El espectáculo que se representó en menos de un par de
minutos ante los tres hombres les dejó momentáneamente sin habla. A Stewart se
le erizó el pelo de la nuca, y al chico casi se le cayó la tea de la mano. No
es difícil entender que no dieran crédito a sus ojos y que tardaran más de lo normal
en reaccionar: todos aquellos indios e indias que habían matado esa tarde,
incluso los niños, estaban cobrando vida, saliendo del tétrico cúmulo en el que
habían sido amontonados —algunos por su propio pie, otros rodando y cayendo
desde varias alturas para luego incorporarse con torpeza, muchos tropezando y
volviéndose a levantar una y otra vez— y dirigiéndose amenazadores hacia
los tres hombres. Los orificios de las balas, en muchos casos con la sangre aún
fresca, se podían observar a primera vista en casi todos ellos; a algunos
incluso les faltaba algún miembro que les había sido cercenado durante el
combate o por puro ensañamiento, una vez fueron presos y reducidos. Estos
últimos se acercaban desprovistos de uno o ambos brazos, o se arrastraban con
ellos si habían perdido sus piernas, con sus mandíbulas descolgadas
grotescamente en algunos casos, o con sus cabezas pendiendo de manera
desagradable en otros, pues los cuellos de algunos de aquellos infortunados
habían acabado rotos o medio rebanados al ser atacados, o después, al ser arrojados sus cuerpos sin miramiento a la pira…
Qué poderes se habían conjurado para hacer posible
aquella escena sobrenatural o qué infierno se había abierto para que todos
aquellos apaches muertos se levantaran de nuevo y volvieran de él, Joshua no
acertaba ni a adivinarlo en ese primer momento, pero su tenaz instinto de
supervivencia y sus muchos años en diferentes campos de batalla le sirvieron
muy bien a la hora de defenderse de aquella impensable amenaza: rápidamente apuntó
al revivido que estaba más cerca de él y de sus hombres y le acertó de lleno en
el cráneo. Sin embargo, no tardó en comprobar que esto apenas lograba retrasar
un instante el lento pero implacable avance del cadáver. El indio se llegó
hasta el más joven de los voluntarios, paralizado por el miedo e incapaz de
reaccionar, y le mordió en el cuello. El muchacho apenas tuvo tiempo de gritar
o quejarse por el dolor cuando la sangre comenzó a manar de su yugular, y poco
después cayó moribundo al suelo. Stewart intentó socorrerlo en un primer
momento pero, al ver que otros cadáveres se le acercaban, dio unos pasos atrás
y comenzó a dispararles, uniéndose en la tarea a McBorlough. Las balas gastadas
lo fueron en balde: pronto ambos soldados comprobaron que no servían de nada
contra aquel enemigo extraordinario: ni en la cabeza, ni en el pecho, ni en el
estómago… ningún tiro frenaba a aquella horda espantosa en la que se estaba
constituyendo lo que fuera el montón de cuerpos de los indios masacrados.
Mientras varios de los voluntarios de los alrededores
se aproximaban, alertados por los disparos, Joshua llegó valientemente hasta
donde estaba el joven que había sido la primera víctima de aquellas criaturas y
recogió la antorcha que aquel portara. La acercó a un par de ellas,
prendiendo su ropa, pero ni esto las paró: continuaron avanzando envueltas en
llamas e indiferentes a estas, a pesar de que estaban consumiendo su carne y
sus órganos.
Extracto del capítulo 5
Shaanahayei ya se había dado cuenta de que los seguían
desde hacía rato. Fue innecesario que McBorlough se lo advirtiera.
—Nos van a emboscar. Será mejor que me desates las
manos y me dejes un arma.
—¡Más quisieras! —se burló ella, socarrona.
No tardó en cumplirse la advertencia de Joshua. Al
llegar un angosto desfiladero, se vieron rodeados por seis hombres a caballo
que aparecieron casi de repente, surgiendo de detrás de los matorrales o desde
recovecos y salientes que creaba la caprichosa morfología de aquella garganta.
Aquel era a todas luces el lugar perfecto para acorralar a víctimas
desprevenidas, en este caso, los dos viajeros, quienes no tardaron en
cerciorarse, por la indumentaria de los inesperados visitantes y por el poco
español que ambos entendían y pudieron escucharles hablar, de que estos eran
originarios del vecino país al sur del Río Grande.
Un tipo sucio, mal afeitado y vestido con ropa
desgastada y polvorienta de tanto cabalgar se plantó ante Shaanahayei, que
antecedía a su prisionero. Escupió el tabaco que venía mascando y parte de él
se le quedó en su frondoso mostacho hasta que se lo limpió con la manga de su
guerrera.
—¿Qué hay, muchacha? —saludó en un tono que era,
contradictoriamente, amistoso a la vez que amenazante—. ¿No eres muy joven y
linda para viajar sola por estos andurriales?
Shaanahayei esbozó una media sonrisa mientras apoyaba
las manos en el cuerno de la silla de montar. No aparentaba el menor
nerviosismo ni intranquilidad alguna por la situación.
—Pero no voy sola… —informó señalando a Josh con la
barbilla—. Me acompaña mi papá.
Los asaltantes se miraron y rieron a carcajada limpia.
—Me llamo Francisco Domínguez. Mis amigos me llaman
Paco, pero mis enemigos me conocen como el Alacrán —se presentó el que era el
claro líder de aquellos cuatreros.
—Pues aunque creo que vamos a ser enemigos —declaró
con osadía Shaanahayei—, no voy a utilizar ese apodo tan ridículo para
referirme a ti.
El grupo de forajidos se asombró de la arrogancia de
aquella a la que suponían su presa.
—Eres muy chulita, ¿no? ¿Piensas que vas a poder
enfrentarte a nosotros seis por muchas armas que lleves? ¿Quién te va a ayudar?
¿Ese viejo maniatado?
—No es que me haga falta. Me basto yo sola para acabar
con todos vosotros, pero estoy muy cansada por el viaje y estoy dispuesta a
perdonaros si os marcháis ahora mismo.
La paciencia de Paco y sus secuaces ya se había agotado
unos minutos atrás. Espoleó a sus hombres con una clara y enérgica orden,
pero, mientras estaba desenfundando su revólver, algo a sus espaldas pareció
desviar su atención y despistarle. Antes de que volviera a mirar a su objetivo,
una cuestión de un par de segundos, el tomahawk de Shaanahayei
se le había incrustado en la nuez. El cadáver del Alacrán cayó del caballo con
la sangre manándole a borbotones de la garganta.
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